15/12/10

La historia de Pilar (II)

Y hablando de recuerdos, la verdad es que a Pilar le cuesta recordar con todo detalle cómo fue que sobrevivió a esos años: “eran otros tiempos, no había las ayudas que hay ahora”, ni la información o el acceso a la educación, aunque muy difusamente recuerda que durante un tiempo vivieron en un piso de acogida, que fue operaria, pastelera, repartidora de publicidad, camarera, limpiadora de escuelas, armadora de juguetes… y que en nada llegaba a durar más de tres meses. Fue cuando conoció a su segundo marido –le llamaremos Enrique- quince años mayor que ella, andalúz también y “más bueno que el pan”.
Lleva ya cinco años sin que le tiemble la voz al hablar de él. Porque, claro, cuando una mujer ya no ama y se separa “será que eres una puta, una loca o yo qué sé… una deficiente, y hasta llegas a creértelo y luego venga automartirizarte”. Que fue lo que le pasó a ella. Un caso que la propia Pilar define como incomprensible, y que no obstante resulta ser mucho más corriente de lo que parece. Es el caso de las mujeres que habiendo despertado a su Lilith, obedecen a esa pulsión sólo a medias, es decir: dan el primer paso para ser libres, pero se sienten culpables.


La actitud de Enrique fue la de un agresor pasivo: la amenazó con suicidarse, esgrimiendo este argumento contra ella entre amigos y familiares. La peña respondió con entusiasmo y a Pilar le llovieron piedras: “cierto que no fui práctica, pero fui sincera”, asegura con rigor. ¿Es un pecado dejar de amar?
Lo que yo defino como época de Lilith fue tanto un despertar como un verdadero infierno para Pilar. Con su segundo marido estuvo casada diez años, hasta los treinta y cinco “y sólo dos tíos en toda mi vida”. Hoy suelta la carcajada, pero no olvida que se tiró ocho años autoflajelándose por haberle dejado. El resultado fue que comenzara a implicarse con hombres tan irresistibles como poco recomendables. Había encontrado la manera de autoflagelarse sin renunciar al placer. Tanta había sido la represión en su juventud, que Pilar decidió vivir una segunda adolescencia en la que no sólo se apuntaba a cuanta fiesta se le ponía a tiro, sino que trabajaba sesenta horas semanales y por las noches, “como madama”. Corrían los noventa y trabajar como madama de burdel dejaba buen dinero, algo absolutamente imprescindible teniendo que sacar adelante dos hijos ella sola.
Llegamos, pues, a un punto crucial en la vida de Pilar: “No sé lo que me pasó, lo único que sé es que estaba decidida a no mentir nunca más”. Así que se lo contó a sus hijos, que ya estaban creciditos y, pensó ella, podían entenderlo.
Pero se equivocaba: aunque el menor se lo tomó con indiferencia, el mayor se sintió avergonzado. Un momento después Pilar se estaba arrepintiendo de haber abierto la boca. Es ahí cuando me dio por preguntarle si, en caso de haber ejercido ella la prostitución, también se lo hubiera contado a sus hijos, y sin rodeos respondió que sí, aunque es más que seguro que después se hubiera arrepentido.


Para esas fechas Pilar descubrió que la causa de la indiferencia del pequeño eran las drogas: “Vivíamos en San Blas… y sabes tú lo que era San Blas en esa época”, así que decidió mudarse de barrio. Todo por salvar al niño. Consiguió un piso por Delicias, que le quedaba además muy cerca del trabajo. Y de la juerga. Pensó que así alejaba al niño de la droga, pero se equivocó. No sabe a cuántas trabajadoras sociales, psicólogos y centros de rehabilitación visitaron, todos con muy pobres resultados: “Ya me había dicho a mí el psicólogo que lo que necesitaba el chaval era un padre”. La guardia civil le llevaba a casa cada dos por tres hecho un pingajo, y ella trabajando. Tenía que pedir permiso y coger un taxi a cualquier hora para ir a casa y dar explicaciones. Hasta que un buen día la despidieron –en esos sitios no se van con vueltas, y si reclamas, pues te miran mal: ¿a qué mujer decente se le ocurriría trabajar de madama de burdel?- y tuvo que irse a la calle con los cuatro meses del finiquito y un ángel custodio, como ella dice, en la cartera. A vivir del paro. Otra vez en la acequia.

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