15/12/10

Atreverse al cambio: la historia de Pilar

A mí no me prometieron tierra alguna. Por eso debe ser que vivo desterrada. Anhelo una tierra sin domesticar por los hombres. Anhelo encontrarme con mi animal interior, el inocente.
Chantal Maillard


El caso de Pilar merece ser narrado. Andaluza de 48 años, dos veces divorciada, dos hijos, es el paradigma de una mujer en la cúspide de su evolución emocional. De una guerrera. No os asusteis: no es el caso de la típica fémina que va por el mundo despotricando contra lo malos que son los hombres y lo fuertes y superiores que somos las mujeres. Lo cual no significa que no haya pasado también por esa etapa, aunque ahora se ría de ello. Tampoco pretende, ni de lejos, ser ejemplo para nadie: como ella misma afirma “ni te cuento yo las veces que la he metido en el amor, pero ya es agua pasada”. Y se sigue riendo.
La subo a mi Sembradora porque, como os decía, su historia merece ser contada, y porque además ella misma ha querido que lo hiciera. Yo andaba buscando una “heroína” para el verso de una buena canción -“si amas a alguien déjalo libre”, de Sting- y pensé en ella, entonces se lo dije y no tuvo inconveniente en salir en un blog. Que a Pilar, eso de la protección de datos, ni caso. No se avergüenza de si misma, y además como sabemos, en España hay millones con su nombre. Y como su caso tantas que no salen ni en diarios ni en blogs, pero sabemos que existen. Mujeres egresadas de la universidad de la vida, con todas las asignaturas cursadas, recursadas y finalmente aprobadas -o en proceso-, mujeres que han sabido librarse del yugo social que juzga y condena, habitualmente en silencio, o a hurtadillas y a espaldas de la afectada.


Que Pilar ya no lo es, porque ha sabido pasar de ello con impecable factura de mujer patch-work: es decir, con sus pedazos recogidos desde la desilución y el desamor. Sin embargo, hoy mismo lo que recibe a cambio es amor, esto aunque con increíble frescura ella misma se sorprenda de haber recuperado el derecho a quererse y ser querida. Hablamos, claro, de una ex mujer-maltratada. Pero cuidado, que no queremos aquí hacer proselitismo de las campañas en defensa de la mujer maltratada a fuerza de palos. Hablamos, más bien, del maltrato que no motiva la creación de ONGs ni exige presupuestos para la creación de gabinetes ocupados por peritas. Hablamos del maltrato verbal, moral, empresarial e institucional del que no se habla en las estadísticas. De ese maltrato que… ¿cómo diría?, “no encaja”, o no acaba de encajar en ningún plan social, porque es tan difuso, y a la vez tan descomunal, que para evitarlo habría que cambiar no sólo las leyes sino la infraestructura misma de lo que culturalmente se considera que debe ser una mujer.
Pilar se casó con dieciseis años con su primo hermano de Madrid y con él tuvo a sus dos hijos, un aborto por medio. Aborto al que se sometió porque él no se creía que fuera suyo. Por supuesto, Pilar no se lo contó a nadie. Vivía, literalmente, dentro de una burbuja hasta donde no llegaban ni amigos ni relaciones más allá de las que su marido traía del trabajo, tal es así que cuando llegaron los problemas, tanto los amigos “de la pareja” como sus mujeres se pusieron de parte de él. ¿Todos?, le pregunto asombrada: “Todos”, responde ella sin inmutarse. Aunque hoy se lo tome con la pragmática jovialidad de los supervivientes, temo que en su momento Pilar debió mostrarse tan sorprendida como yo: “Del árbol caído se hace leña, y mira… lo peor de todo no fue tanto el divorcio como el darme cuenta de que allí no había nadie más que yo”.
Se divorció con veintidos, para entonces el mayor de sus niños no llegaba a los seis y aún estaba amamantando al pequeño. Con toda la familia en contra, para empezar su madre (con la que aún no se habla: caso por resolver). Para entonces nunca había trabajado, así que lo de siempre: desde vender cupones hasta emplearse como reponedora, pasó por todas y haciendo escaramuzas para ver quién le cuidaba a su bebé. Así que volvió con el padre. Y esta vez sí que hubo palos, pero como ella dice “a mí eso de que me lo merecía nunca me cuajó”. Así que decidió dejarlo para siempre. Como la casa donde vivían era propiedad de su marido, tuvo que arreglárselas en un piso prestado hasta que consiguió alquilar un ático de treinta metros por Aluche. Cuando ya no pudo pagar más le llegó el desalojo, y tuvo que volverse a Jaén.
Y allí duró veintitres días: “mi marido le prometió a mi hermano que iba a conseguirme un piso, fijo, siempre y cuando me volviera a Madrid… que él a los niños no los quería perder”. Y viendo que en Jaén su familia la empujaba fría y delicadamente hacia la calle, pues nuevamente decidió aceptar. De más está decir que al llegar a Madrid no hubo piso, lo que sí hubo fue manutención y pago por alimentos: “los tres primeros meses, ya que al tiempo consiguió declararse insolvente y ya no hubo por dónde pillarle”. Luego se marchó a Portugal, supuestamente por trabajo, y no volvió a dar señales de vida. Hoy día el mayor de sus hijos tiene treinta y dos años y no quiere ni que le nombren a su padre. Le vio por última vez cuando tenía ocho, y el pequeño apenas le recuerda.
Menos mal que no quería perder a sus hijos…

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1 comentario:

Unknown dijo...

Me apetece saber más sobre esa educación de las emociones, te escribiré a tu email para que me lo expliques mejor. Gracias por compartir estas cosas. Un abrazo *